Buenos Aires, Sábado 21 de junio de 2008.
(Prensa Vélez – Estadio: Diego A Maradona)
La tarde en La Paternal pretendía aires de una larga noche de borrachera desatada desde Avellaneda a Liniers, sin escalas. Fueron tan solo ocho los minutos que separaron a Vélez de conseguir el objetivo que su entrenador pregonó desde la génesis de su mandato. Allí mientras el “Cilindro” destapaba su primera botella, en el Amalfitani (ya de regreso del Maradona) la “ley seca” se había implementado desde hacía tiempo ya, no en esta última fecha si bien se contaba con un hilo vital para emborracharse una vez más (como las anteriores 14 veces consecutivas).
Este Vélez de Hugo Tocalli llegaba a enfrentar al Huracán de Úbeda con una mínima chance de ingresar a la Copa Sudamericana y mantener esta buena sana costumbre de seguir año a año de manera ininterrumpida desde aquel glorioso 1994, disputando competencias internacionales que representan gran parte del orgullo velezano. El objetivo era el triunfo, y luego sentarse a esperar la desgracia ajena que redundaría siendo propia. Situación que se alcanzó tras desperdiciar una a una y dilapidar chances claritas desde hace tiempo, cuando aun el Clausura no tenía desenlace. Historias que se embarraban en el propio fango de la impotencia. En definitiva, una parte de la historia se escribía y era nuestra.
Así de puño y letra marca potrero de Vélez, el chico Cristaldo (como le gusta decir al DT) peló ese oficio que se le pedía desde sus obligadas entradas desde el arranque para quemar las naves ante la ausencia de delanteros. Entonces, supo como aguantar una pelota, llevarla unos metros atrás por la banda, descargar con Zapata (quien jugó un buen partido) e ir a buscar el pase delicioso del volante para definir con toda su ilusión y picardía juvenil. A gritarlo justo cuando el partido pegaba aún algún que otro bostezo en su frío amanecer. Vélez comenzaba trazando su objetivo, escribiendo con letra indeleble la parte del relato que le correspondía, sin excusas y con un destello de buen fútbol.
Huracán se quedaba con uno menos y el panorama se volvía cada vez más alentador, a pedir de Vélez. Sin embargo, el Fortín chocó una vez más, como en todo el campeonato, con esa falta característica de ideas, desperdiciando las pocas que generaba e inconcientemente regalándole la pelota a su rival; porciones justas para que tome aire y se recupere de la buena combinación de golpes que lo habían dejado al borde de besar la lona. Es más, con el correr de los minutos, el Globo hasta se animaba a pensar que lo podía ganar, hasta con uno menos, arrinconando a un Vélez nervioso que cuidaba la pequeña ventaja que lo ponía en la puerta del “bar”.
Una viveza bañada en genialidad del ingresado Darío Ocampo extendió la cuota de ilusión gigante de verse nuevamente vistiendo pilcha internacional; cuando ese remate con efecto al segundo palo de Barovero sentenciaba el segundo grito de las almas fortineras que fueron a despedir a su equipo de este Clausura esperanzados con la doble competencia del próximo semestre. Ilusión que no llegó a borronear el descuento de Eduardo Domínguez (Vélez sigue padeciendo la ley del ex) cuando el reloj de Pompei se quedaba sin cuerda y el final con sabor a Victoria ya era un hecho.
Como suele suceder, cuando existe una parte de la historia que no se cuenta con inventiva propia o de puño y letra, los finales no siempre son felices para uno. Vélez le cedió la chance a un ajeno de ponerle un veredicto sobre lo que no hizo el propio Vélez durante este primer semestre. Si bien, Independiente clasificó casi de la misma forma que lo hubiese hecho Vélez; el conjunto de Avellaneda tenía el poder y el dominio de la responsabilidad. El conjunto de Claudio Borghi fue juez y parte de su destino. Ojo, Vélez también lo fue, pero se declaró culpable y abstemio; no en la fría tarde noche de La Paternal, sino mucho tiempo antes y en otros recintos.
En esta historia de copas llenas y rotas, hubo un protagonista que se ganó el aplauso a fuerza de entrega y sacrificio. Las palmas aún arden de reconocerlo, de adorarlo y valorarlo. Hernán Darío Pellerano se despidió del Fortín una noche. Esta noche que con brazos abiertos y ojos llorosos devolvió a su modo la valoración sagrada del hincha. Uno de los máximos pilares y referentes por su juego de este Vélez dijo hasta luego. Todo Vélez le dice: GRACIAS (aunque suene a poco decirlo).
Hoy se apaga una etapa. Una vuelta de hoja en esta historia tan inmensa que escribe Vélez Sársfield desde aquel enero de 1910. Un semestre que deja como saldo importante el debut promisorio de varios de sus más predilectos frutos, el de inferiores. En esos ocho juveniles, en el sacrificio de los que están, el trabajo del cuerpo técnico, los que podrán venir; en todos ellos está el futuro de Vélez. Un futuro que demanda el tan viejo y modoso, borrón y cuenta nueva.
Carlos Alberto Martino.
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